Con el pasar del tiempo el Champagne se ha convertido en la bebida más elegante del mundo, pero más que eso es un símbolo de festividad, pues mayormente es consumido con el único motivo de celebrar logros.

Su historia resulta un poco irónica siendo el vino espumante más prestigioso y de élite que existe en el mercado, ya que su descubrimiento fue de manera accidental. Todo comenzó al norte de Francia en el siglo XII, con el monje Dom Pierre Pérignon, encargado de la bodega y la cava de la Abadía Benedictina del Monasterio de Hautvilliers en la región de Champagne, un lugar mágico donde se producían vinos tintos y blancos. Pérignon observó que el vino, tras el invierno, tendía a soltar pequeñas burbujas que si se acumulaban en gran cantidad podían hacer explotar las botellas o disparar los tapones de las mismas. En un principio, el monje se enfocó en eliminar la presencia de estas insistentes burbujas, hasta que una noche decidió probar el burbujeante líquido que cambiaría su vida, y que además, revolucionaría la elaboración de vinos espumosos en el mundo. Fue tanta su sorpresa al sentir esa agradable y suave efervescencia en su boca, que exclamo: “¡Hermanos, vengan; estoy bebiendo estrellas!”.

Desde ese momento Dom Pérignon se dedicó a la producción de este delicado vino, su principal reto fue cerrar efectivamente la botella para que no se escaparan sus burbujas, hasta que un día se fijó en unos peregrinos españoles que cerraban sus cantimploras con un corcho y decidió hacer lo mismo con sus vinos, asegurándolos además con un bozal de alambre sujeto al cuello de la botella que permitía llevar a cabo la segunda fermentación en botella sin ningún riesgo y así poco a poco Pérignon empezó a establecer reglas que mejorarían la producción del Champagne.

En la actualidad  todos los vinos que pasan por una segunda fermentación son vinos espumantes, pero solo aquellos producidos en la región francesa de Champagne tienen derecho a usar la denominación de origen.